miércoles, 14 de noviembre de 2012

Rosas rojas

Se fue y no volverá.
Como se va todo después de un tiempo.
Como se fue el brillo de tus ojos,
Como se irá el aroma del viento.

Ya nunca más te besará,
Ni acariciará en silencio tu pelo,
Ni mirará con anhelo tu cuerpo.

Pero tú no mires atrás.
La felicidad sí volverá,
En tu pecho brotarán rosas rojas
Y otros brazos te cuidarán.

Muere, pequeña

Por mis labios corrieron tus lágrimas…
Dulce amargura… triste dulzura…
Sangre de tu oscura soledad
Que me ata y encadena a la locura.

Dime, mujer melancólica,
Por qué es tan grato tu silencio
Si a la vez tiemblo y muero
Al oír tu risa diabólica.

Dame tu mano, por favor,
Ven conmigo a este rincón
Porque me estoy muriendo
Porque te veo y muero.

Y ahora baila,
Baila conmigo al compás
Al compás que entona la muerte,
De la que no escaparás.

Vamos, damisela,
Dame tu mano y danza.
Muere mirándome a la cara.
No aguanto más la espera.

Deja de reír y muere,
Deja de llorar y sufre.
Vete, deja de herirme.
Calla, no entones palabras…

Tu sangre y tus lágrimas saladas,
Mi corazón y mis manos frías.
Yo ya no sufro, yo bailo.
Tú bailas y agonizas.

Miro tu muerte con frialdad,
Ya nunca más me herirás.
Sangre cálida y vital,
Cae por mis manos y se va tu dignidad.

El último beso,
Aquél que moje mis labios,
La última sonrisa,
Aquella que evoque mi llanto…




domingo, 7 de octubre de 2012

Historia de una vida


María ya no tenía aquella fortaleza que la había caracterizado en épocas anteriores. Se apoyó sobre su bastón y observó con tristeza cómo cargaban sus enseres en el camión de la mudanza. La mitad de sus recuerdos se quedaban en aquella casa, la otra mitad viajaría con aquellos muebles, allá donde fueran.
La mecedora donde hacía ganchillo prácticamente todos los días ya estaba en el camión, aquello se terminaba.
Le dolió amargamente ver cómo a uno de los chicos se le caía la silla donde se sentaba a comer cada día. Fue como si una mano le estrujara el corazón, se echó la mano al pecho para poder mitigar ese dolor. Pero más le dolió, quizás, ver a los muchachos transportando su cama, la que había compartido durante tantos años con su difunto marido. En esa donde había concebido a sus dos hijos. Dos hijos por los que había luchado férreamente y ahora le daban la espalda.

Se volvió dejando atrás su vida. Qué feliz había sido allí. Ahora comenzaba otra etapa en la Residencia de Ancianos.  

El psicólogo

Ahora mismo estoy en la sala de espera de un psicólogo.
Yo no pretendía venir pero mi familia se ha ido alejando de mí debido a mi problema...

Todo empezó con mi afición a las películas de psicópatas. Pero la afición se convirtió en obsesión y mi vida ha llegado a ser un infierno. Veo psicópatas donde no los hay.
Me encerré en casa con miedo de salir a la calle. Mi familia intentó convencerme de que aquello era una tontería, pero yo me cerré en banda y no quise escuchar a nadie. Así que se fueron alejando de mí y yo me quedé sola con mis miedos.

Hoy he decidido que no puedo seguir así y he llamado a mi hermana para decirle que iba a buscar ayuda profesional.
Y aquí estoy esperando.

-Señorita Amanda Salazar. -Me llaman y me pongo en pie pensando en lo poco que me gustan mi nombre y mi apellido juntos. Por separado sí, pero juntos tiene  muy poca armonía. Es lo que he pensado toda la vida, pero bueno, como habréis podido comprobar, soy de manías.

Entro en la consulta decidida a dejar allí todos mis temores.

-Buenas tardes, señorita -me dice, muy amable, el psicólogo. -Túmbese en el diván, por favor. Cuénteme.

Le obedezco y comienzo:

-Bueno... verá... Mi problema es... -titubeos y más titubeos. Debo hablar ya, sin rodeos. -Hace unos meses empecé a ver películas en las que aparecían psicópatas y poco a poco se ha ido convirtiendo en una obsesión...

Se lo cuento todo, incluso aquella vez que ataqué a un policía porque pensaba que me iba a acribillar a balazos con la reglamentaria.

-Amanda... ¿Es así como se llama?

-Sí, así es.

-Bueno, mire, no le negaré que existen los psicópatas, pero... ¿No sería raro que se le cruzara  uno precisamente a usted en su camino? Sin embargo... -su voz ha cambiado, no logro identificar muy bien el tono, pero, sin duda, no es el tono amable de antes. -A alguien deben cruzárseles. Es como una lotería. Ya me entiende, improbable pero posible.

-Oiga, ¿usted quiere ayudarme o asustarme más? -Me incorporo del diván para recriminárselo. Entonces me doy cuenta de que lleva un revólver en la mano y que me está apuntando con él.
Trago saliva, confundida.

-¿Qué... qué está haciendo?

-Como le estaba explicando -ahora identifico su tono de voz: es ironía mezclada con sarcasmo, -es raro que te mate un psicópata y luego juegue con tu cuerpo, pero ocurre y a ti te va a ocurrir. ¿No es curioso?

No puedo articular palabra. Mi fobia va a dejar de ser mera fobia para convertirse en realidad. Tengo delante a un loco con un revólver que va a matarme y quizás después me descuartice.

¿En qué piensas? Bueno, no tengo tiempo para psicoanalizarte. Voy a matarte ya.

Entonces amartilla el arma. Dispara y la bala impacta en medio de mi frente,.

Sobra decir que estoy muerta.

miércoles, 3 de octubre de 2012

¿Por qué?

El pasado martes no pegué ojo en toda la noche, estaba nerviosa, tenía sueño pero no podía dormir, mis piernas querían correr una maratón olímpica.
Al día siguiente, como resultado, fui a clase con cara de zombie. Me senté en mi pupitre, apática, y saqué las cosas de la mochila. En ese momento entró Alfredo, mi profesor de filosofía, tan enigmático como siempre, como yo digo: él es la reencarnación de todos los grandes filósofos de la historia.

-Buenos días. –Dijo, lanzándonos una mirada, desafiándonos a buscar respuestas –Hoy váis a hacer un examen sorpresa.




¡Horror! Aquel día no podía ser, yo estaba muerta, no podía pensar, yo solo quería sentarme y hacer como que escuchaba.
Pronto empezaron las quejas, y Alfredo sonrió complacido (creo que a veces disfruta viéndonos sufrir).

-Podéis seguir haciéndoos las víctimas o empezar ya. Os queda menos de una hora.

Sabíamos que no podíamos convencerle de lo contrario, así que nos callamos y él empezó a repartir los exámenes.
Todos nos sorprendimos un poco al ver la pregunta: ¿Por qué?
Enseguida empezó el revuelo y las quejas.

-Parecéis alumnos de primaria. Por favor, escribid lo que se os ocurra.

¡Que desastre! En aquel momento mi encefalograma era plano. ¿Qué tenía que poner?
¿Por qué? ¿Por qué qué? Que pregunta más tonta ¿Por qué estoy yo aquí y no otra persona? ¿Por qué se creó el universo? ¿Debía contestar a todo aquello? Pero… ¿no era todo muy general? o ¿muy concreto? ¡Dios! ¡Que lío! No sabía de que hablar. Si la noche anterior hubiese dormido bien en ese momento tendría la mente despejada y podría contestar con claridad. Esto me pasa por tomar café, con lo nerviosa que soy yo. ¡Oh, Dios! Ya me estaba desviando del tema.
Miré el reloj para ver el tiempo que me quedaba. ¡No, no, no! Solo tenía un cuarto de hora, debía contestar algo ya, lo primero que me viniera a la cabeza, pero todo eran tonterías. ¿Qué hacía?
Las manos empezaron a sudarme, cada vez lo veía más claro, un enorme cero y un enorme castigo en mi casa. No dejaba de mirar hacia todos los lados, mi nerviosismo aumentaba por momentos. Entonces Alfredo se levantó de su silla y dijo:

-Muy bien, entregadme los exámenes.

Entonces a mí me vino algo a la mente, una frase que contestaba la pregunta. Pero… ¿no sería demasiado absurda? Daba igual, era mejor que dejarlo en blanco, quizás hasta me puntuaba algo. Pero debía darme prisa, cogí el bolígrafo y escribí la frase. En ese instante Alfredo llegó a mi mesa. Le entregue el folio, prácticamente en blanco, y esperé una mirada que me dijera: “Sabes que tienes un cero, ¿verdad?” Pero no, ignoró mi examen completamente y enseguida lo tapó con otros.
Cuando Alfredo salió de la clase todos empezaron a comentar lo que habían puesto, yo no tenía nada que decir, sabía que con aquella respuesta había suspendido seguro.

-¿Cómo te ha salido? –Me preguntó una amiga.

-Mal, muy mal.

Menos mal que entró la profesora de historia y me libré del interrogatorio. Seria y antipática, como siempre, dijo:

-Sacad los libros.

Después tuve tiempo para pensar en las musarañas durante todo el día.
Hoy han dado las notas, cuando casi me había olvidado del desastre. Alfredo tenía buena cara, lo que quería decir que los exámenes habían ido bien en general, pero claro, a mí solo me importaba el mío, lógico.
Se ha puesto a llamar, uno por uno, a los alumnos, y mientras tanto los sudores fríos, de nuevo, me atacaban. Con la mala suerte que tengo, seguro que a mí me lo daba la última, y así ha sido. Cuando los había repartido todos, me ha mirado, sentado en su silla y serio, muy serio me ha dicho:

-Ven.

Yo, con cara de idiota, le he preguntado:

-¿Yo?

Me ha afirmado con un movimiento de cabeza y yo he tragado saliva. Cuando estaba a su lado, me ha cercado el examen, he mirado la nota con miedo y no he podido más que abrir los ojos como platos y la boca como un buzón, me deberíais haber visto. No lo podía creer, me había puesto un diez. Anonadada, le he preguntado:

-¿Es verdad?

-Pues claro. Tu respuesta me ha asombrado.

¡Vaya! Resulta que no fue una absurdez. Miré por última vez mi examen. La pregunta: “¿Por qué?” y más abajo mi respuesta, cuatro palabras escritas rápidamente y encerradas entre interrogaciones: “¿Y por qué no?”.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Siempre existe una razón

-Ven y abrázame. Lo necesito… -ahogó la frase en lágrimas. Era cierto que necesitaba aquel abrazo, casi tanto como el agua un sediento. Claire era tan frágil, sobre todo en aquel momento.

-No puedo… yo… -titubeó él mientras negaba con la cabeza. De sentido común le parecía no abrazarla, no continuar con aquello. Y en el fondo, se moría por hacerlo, por acurrucarla entre sus brazos y cubrirla una vez más de besos. Su corazón le decía que la besara, que le demostrase lo mucho que sentía por ella. Su cabeza le decía que un beso más, un caricia más sería letal para ambos.

Ella se rompió. Ni siquiera quiso seguir mirándole a los ojos. No podía. Agachó la mirada e intentó sofocar su llanto en vano. Él permanecía callado, ¿cómo podía hacerle aquello? ¿Por qué la torturaba de aquella manera? Había sido tan dulce y cariñoso… ¿Por qué ahora se mostraba tan frío?

Se dio fuerzas para levantar la mirada. Apretó la mandíbula, se enjugó las lágrimas con el puño de la camiseta y lo miró con frialdad.

-Entonces vete ya -dijo con todo el desprecio que fue capaz. Aunque el desprecio era hacia ella misma. Desprecio por haberse enamorado.

-Será mejor… -aceptó él. Y Claire percibió por un momento que quería decirle algo más, que se marchaba sin ser sincero. Permaneció un instante callada, mirándole a los ojos. Él también guardó silencio. Y aquello terminó de destrozarla: el silencio.

-Vete ya, maldita sea… -lloró.

Y él se fue. Le dio la espalda para no volverla a ver jamás. En media hora cogía el tren que lo llevaba  a su ciudad.

Durante el viaje no dejó de pensar en ella, en sus hermosos ojos, en sus jugosos labios… Pensó en cada una de las caricias que ella, con infinita ternura, le había regalado. Se dejaba el corazón junto a ella. Y es que, lo que no le había confesado era que se había enamorado. Pero era mejor así, que pensara que sólo había pasado el tiempo con ella.

-No hubiese funcionado, Claire… -susurró mirando el paisaje a través de la ventanilla del tren. -Las relaciones a distancia no funcionan.




martes, 21 de agosto de 2012

El museo

Intento abrir los ojos, me cuesta trabajo, como si mis párpados pesaran demasiado. Noto un ligero escozor. Cada vez se intensifica más, primero alrededor de los ojos, después va extendiéndose. Me queman, toda la cara me duele. Ahora noto punzadas de dolor en las muñecas, también en los tobillos. ¡Dios! cada vez me duele más, el dolor va haciendo mella en mi cuerpo: asciende de los tobillos por toda la pierna, baja hasta el último de mis dedos del pie. Con las muñecas pasa igual. Mi cabeza no se sostiene, el pelo me tapa toda la cara, lo sé porque me hace cosquillas en las mejillas. Pero mi cuello, oh, mi cuello está dolorido. El dolor es insoportable. Abro los ojos poco a poco, veo borroso, la luz me ciega. Parpadeo un par de veces. Sólo veo una pared blanca. Empiezo a oler, huele a putrefacción, el hedor se hace intenso por momentos, va quemando mis vías nasales. Estoy apoyada contra una pared, sin embargo mis pies no tocan el suelo. Ladeo la cabeza para mirar mis manos, inmóviles, intento mover los dedos pero no siento nada a parte del profundo dolor. Estoy mareada, pero consigo aclarar mi vista para conseguir ver mis muñecas. ¡Mierda! ¡¿Qué coño…?! Estoy clavada a la pared por unos gruesos clavos. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estoy? Empiezo a sollozar. Enseguida me doy cuenta de que sucede lo mismo con mis pies. Estoy en la posición del hombre de Vitruvio, de ahí la tirantez. Mis músculos se están empezando a desgarrar, no aguanto más. Miro aterrorizada a mi alrededor, el hedor es muy intenso, huele a corrupción. ¡Joder! Hay cadáveres en la misma posición que yo, colgados en la pared. ¿Qué mierda es esto? Por Dios, ¿dónde estoy? Recuerda, recuerda. Mi memoria tiene lagunas, no consigo centrarme. Creo que cogí un taxi, sí, eso es. Le di la dirección al taxista… ¿qué más?, ¿qué más? Oh, Dios. El taxista paró en una fábrica abandonada, le dije que se había equivocado. Se giró y me miró, sonrió, sonrió sarcásticamente. Yo me asusté y le dije que lo dejará que no pasaba nada, ya buscaría yo el lugar exacto. Él no dijo nada, yo baje del coche. Nada más, no recuerdo nada más. Me estoy desgarrando, mis ingles no aguantan más, mis tendones van a romperse. Muerdo mis labios para no gritar, aprieto fuerte. ¡Joder!, ahora también me sangran los labios. Oigo pasos, alguien se acerca caminando despacio. No, por favor. Las lágrimas van cayendo por mis mejillas. No quiero levantar la cabeza, no quiero ver esos cadáveres putrefactos. Ya está aquí. A pesar de no verlo noto su presencia, está enfrente de mí, me mira. No habla, no me dice nada. Intento no levantar la cabeza, la tentación es fuerte, quiero verle la cara a ese hijo de puta. Pero me resisto, intento no llorar, es mejor que piense que sigo inconsciente. Él permanece callado, da unos pasos hacia mí. Ahora puedo verle los pies, lleva unos mocasines negros. Mi carne se está desmembrando. Muerdo, de nuevo, mis labios para no chillar. Él hombre estalla en una carcajada:

-Mírame, guapa –es la voz del taxista. Ahora recuerdo. Oí la puerta del taxi. No me volví, se acercó por detrás, entonces dijo: Bonita pieza de museo.

Levanto lentamente la cabeza. Clavo la mirada en sus ojos. Identifico deleite en su mirar, está entusiasmado. Respiro hondo. El hedor irrumpe en mis fosas nasales, mis pulmones se hinchan. Dolor, dolor en todo mi cuerpo. Miedo y nauseas.

-¿Te encuentras bien, pequeña?

Comienzo de nuevo a sollozar. Intento hablar. Al fin consigo mascullar:

-Por favor, no me hagas daño.

Extiende su mano hacia mi cara. Aparto mi mejilla con una mueca de terror. Él no insiste, retira la mano. Vislumbro ofensa en su rostro.

-Tranquila, no me temas. Hoy debo agradecerte muchas cosas. Eres la pieza clave de mi museo, la que me dará la fama. Meses de trabajo para culminar contigo, preciosa. Toda una obra de arte. Has pasado a ser mi favorita.

¿De qué coño habla? Es un jodido psicópata. ¿Está haciendo un museo de muertos, de putos muertos corruptos? Las aletas de mi nariz vibran, mis labios tiemblan. Me duele todo, me estoy destrozando. Noto romperse algunos tendones. Aprieto los dientes con fuerza. ¿Cómo es que nadie ha echado en falta a esas personas? ¿Por qué no han salido en los periódicos? Lo vuelvo a mirar a los ojos. Sí, siente pasión por lo que hace, como alguien que admira su cuadro después de pintarlo. Me apetece escupirle, gritarle, siento rabia, mi vida no puede acabar así.

-En cuanto me echen de menos vendrán a por ti, pedazo de cabrón –no sé si me ha entendido. He mascullado las palabras intentando no romper a llorar.

-Lo sé. Es lo que quiero. El mundo ya puede admirar mi obra de arte. He trabajado con personas sin techo, con vagabundos, para que me dejaran acabar mi trabajo. Ahora ya he terminado y necesitaba a alguien como tú, con familia y esas cosas, para que te busquen y te encuentren aquí. Entonces te observarán, no sólo a ti, sino a toda mi obra, a mi museo. Por fin voy a conseguir la fama que tanto ansiaba.

Estoy perdida. Este loco no se va a echar atrás.

-He pensado que podría sacarte cuidadosamente los ojos y clavarlos con alfileres a las palmas de tus manos. ¿Has visto el laberinto del fauno? Queda asombrosamente bien. Tranquila, no te haré sufrir, no tengo nada contra ti.

Mi respiración se acelera. Estoy a merced de un psicópata. Vomito, el terror me ha invadido. Él me observa. Ahora se va. Se ha ido. Estoy aterrorizada, nadie me encontrará a tiempo. Oigo sus pasos, vuelve. Lleva una navaja. Se acerca. Intento suplicarle, pero no puedo, estoy bloqueada. Apoya la hoja de la navaja en mi garganta, con la otra mano acaricia mi pelo.

-Tú serás mi obra maestra, la niña de mis ojos –me habla con cariño, la dulzura se refleja en su rostro.
Apenas siento la navaja sesgar mi cuello. La sangre cae con fluidez, cálida, vital. Mis ojos comienzan a cerrarse, lucho por no dormirme, no puedo dejar mi vida en manos de un artista loco. Mi camiseta se empapa en sangre, el sueño me invade. Mis párpados caen. Oscuridad.

lunes, 6 de agosto de 2012

La vida es un videojuego

Me llamo C.J., mejor dicho, mis colegas me llaman C.J., mi nombre completo es Carl Jhonson.
Tengo un problema y es que sé que prescindo de libertad, mi verdadero problema no es prescindir de ella, sino saberlo.


No soy yo quien toma mis decisiones, sólo soy la marioneta de un loco adolescente.
Muchos de vosotros ya sabréis quién soy, otros muchos ni siquiera sabrán de qué hablo.
Me presentaré correctamente: soy el personaje de un videojuego, Grand Theft Auto: San Andreas.
Voy de un lado para otro sin saber muy bien a dónde dirigirme, ya que detrás de mí hay como una especie de Dios que domina mi vida y mis acciones.
Todo empieza cuando salgo de la cárcel, ahí es donde empieza mi “libertad”.
Normalmente voy por la calle con un arma, matando a todo aquel que se cruza en mi camino, y reitero que no soy yo el responsable de mis acciones. No soy yo quien decide eliminar a ese pobre hombre o robarle el coche a aquella mujer.
Mi vida es de naturaleza violenta, siempre que decido no meterme en líos termino siendo perseguido por la policía.
¿Alguien me ha preguntado qué es lo que quiero hacer con mi vida? Quizás quiera ayudar a esa anciana a cruzar la calle, pero no, le clavo un cuchillo repetidas veces hasta que cae desangrada al suelo.
El joven que “juega” conmigo se divierte viendo las atrocidades que cometo.
Esperad un momento, no os riáis de mí. ¿Acaso no hay detrás de vosotros alguien que os domina, que os impulsa a actuar de un modo u otro?
Exacto, mi situación no difiere tanto de la vuestra. La vida es un videojuego, sois personajes de ella. No sois libres, hay “algo” o “alguien” que os lleva a hacer lo que hacéis.
La vida de cada persona es un tipo diferente de videojuego, mi videojuego es violento, pero no todos son así. Por ejemplo, están los Sims, algo más “normalito”. Pero en la vida también hay personajes como yo.
Plantead vuestras vidas como un videojuego.
¿Qué tipo de personajes sois?
¿Un loco que atropella ancianas?
¿Una anciana atropellada por un loco?
¿O simplemente, una persona con una vida rutinaria, que madruga cada día para ir a trabajar?
Pensadlo, pero solo hasta que vuestro controlador se canse, después haréis otra cosa.
Hay alguien detrás de vosotros con un mando ejecutor.
No tomáis las decisiones, las decisiones las toma él.
Vuestra vida es un videojuego.

domingo, 5 de agosto de 2012

Arde mi piel

Todavía arde mi piel por tu tacto grabado en ella.
Todavía tiembla mi cuerpo al recordarte.
Todavía siguen hinchados mis labios por tu fuerza.
Todavía mi corazón se acelera.
Ayer todavía pensaba que hacías esto porque eras una persona pasional.
Pero de hoy no pasa: mi ojo morado y yo vamos a denunciarte.

jueves, 2 de agosto de 2012

¿Fantasía o realidad?

Lo quería, lo admiraba, me atraía y él ajeno a todo, pensando que lo veía como un simple amigo. Una angustia se apoderaba de mí a la hora de ser realista, porque sabía que nunca lo conseguiría, sentía impotencia, desconsuelo. Pero cuando me hacía ilusiones era la mujer más feliz del mundo, porque a veces veía esperanza, porque una sola sonrisa me ilusionaba.


Lo veía inalcanzable, para mí él era perfecto: guapo, inteligente, simpático... Sus ojos tristes me decían tanto… su pelo revuelto me incitaba a enredar mis dedos, sus labios carnosos… morderlos me parecía poco. Y luego estaba su forma de ser, sí, era un chico atípico pero eso era lo que más me atraía, no sé explicar, no cuento con palabras…
No me quedó por cumplir fantasía alguna, en mi imaginación, aquella que antes volaba, fui suya cada noche, me perdía entre sus sábanas blancas… Pero luego despertaba y él allí no estaba, entonces, al ver su ausencia en mi cama vacía, la tristeza volvía.

Un día me lo dijeron, todo aquello fue un sueño. Yo no quise creerlo, él existía, yo lo había deseado, yo lo deseaba. "Fruto de tu imaginación, un espectro nada más". Enloquecí, era imposible, intenté recordar alguno de sus abrazos. Hurgué en mi memoria y entonces supe que decían la verdad, fruto de mi imaginación, un juego y nada más. Las noches imaginadas ya no estaban allí, ya ni siquiera contaba con eso, ahora todo era imposible, ahora él ya nunca me pertenecería. Todo empezó en un sueño, donde él apareció y desde entonces yo en mi vida lo introduje, lo fui haciendo real hasta llegar a creer que él existía de verdad. Llegó el momento y desapareció, me lo dijeron, me dijeron que no existía. Pero qué más daba lo que dijeran, para mí sí que existía. Y ahora, sola entre cuatro paredes blancas acolchadas, él es mi única compañía.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Eternamente tuya

Se recomienda escuchar el audio durante la lectura del relato.





Caminaba despacio, detrás de la negra muchedumbre. Su mirada estaba perdida, únicamente miraba el ataúd de vez en cuando con un nudo en la garganta. Su rostro demacrado reflejaba tristeza, tormento, un rostro sin vida con unas notables ojeras por las que ya no corrían lágrimas, ya no podía seguir llorando aunque la angustia era tal que la carcomía por dentro.


Levantó despacio la cabeza para mirar al cielo, un cielo negro, negro como la muerte.

A la procesión acompañaba una melodía de llantos, unos más exagerados que otros; susurros; lamentos...pero estaba segura de que nadie sentía tanto aquella muerte como ella.

Miró a su marido, era uno de los que portaban la caja fúnebre. Maldito cabrón, quedaría impune. Ella apretó los puños, se arrepentía, se arrepentía de la decisión que había tomado en el último momento. Treinta años de maltrato para terminar así, lo que ella, equivocadamente, pensaba que era su única salida.

Desgraciada hasta el último instante. No, no había último instante, su desgracia continuaba. Dividida en dos: su cuerpo sin vida en la caja de madera y su alma errante vagando por este mundo.

¿Qué haría ahora? Permanecer al lado del que, indirectamente, había sido su verdugo.

Nunca debío haber rasgado las venas de sus muñecas con aquella cuchilla, nunca debió haber tomado el camino "fácil", ahora todo era más complicado. ¿Por qué no lo denunció? ¿Por qué fue tan cobarde hasta el punto de llegar a quitarse la vida por aquel otro cobarde?

Cerró los ojos, luego miró al ataúd y después a su marido. Ahora la eternidad los unía.

Allí nadie la veía. ¿Quién tomaría justicia por ella?

Se acercaban a darle el pésame a su marido. Qué buen actor era.

Ella había cometido la estupidez de quitarse la vida, hecho por el que su alma pagaría eternamente. La muerte no fanalizó su camino, el calvario seguía.

Cuando todos habían dado el pésame a su marido ella se puso enfrente de él.

-Seré eternamente tuya, como tú siempre quisiste. Mi infierno continúa y comienza el tuyo -sonrió de medio lado.

Arrepentimiento

Me arrepentía. No tenía por qué haber hecho esto, había sido una decisión muy precipitada. Y ahora angustiado veía cómo se me acababa el tiempo.

Me arrepentía...

El impacto contra el frío asfalto terminó de golpe con mis últimos pensamientos.

martes, 31 de julio de 2012

Instinto asesino



Te veo llorar, suplicar por tu vida, pero eso me motiva más. Rajar tu delicado cuello con esta afilada navaja me excitará como nunca...
Ver fluir tu sangre, manchando tus exuberantes pechos pálidos hará que mi sexo se endurezca de una manera extraordinaria.
Oh, pequeña, llora... pídeme piedad, ruégame...

Mmm, el filo de la navaja toca tu cuello y te acaricia con pasión. Noto latir tu pecho. Qué asustada estás. Sólo queda presionar un poco para rasgar tu fina piel. Sí, ya está. La sangre resbala... Déjame probarla. Deliciosa. Me relamo los labios. Un toque salado y cálido.

Te amo.

Demasiado tarde... tu vida se ha derramado junto a tu sangre.

Oh, cuán excitado me siento...

lunes, 30 de julio de 2012

Cuando los dioses se equivocan

El hombre corría de un lado a otro por la casa, buscando algo, al parecer su cabeza, porque quien lo viera pensaría que estaba loco. Iba vestido con traje y corbata. En el pelo ya empezaban a hacer mella los años, un atractivo hombre de unos 55 años, de negocios por su manera de vestir.

-¿Dónde he puesto el informe? –se decía a sí mismo gritando, corriendo de un lado a otro. –Se me va a hacer tarde, Dios mío.


Sonó el timbre de la puerta.

-Lo que faltaba –dijo suspirando. –Hoy no llego a la reunión.

Fue hasta la puerta y abrió. No pudo más que abrir los ojos como platos y la boca como un buzón al ver al individuo que se alzaba ante él, luego soltó una sonora carcajada. Al ver que el hombre seguía allí se puso rojo como un tomate.

-Perdone usted. Es que no sabía que hoy era carnaval. –Volvió a reírse, no lo pudo evitar.

Y razones llevaba para hacerlo. Aquel hombre iba ataviado con una túnica con capucha que no dejaba ver su rostro, y en su mano derecha llevaba una guadaña, vamos, disfrazado de Muerte.

Con cierto tono burlón, el hombre de negocios preguntó:

-Bueno, ¿y qué desea? ¿Quién es usted? –frunció el ceño.

-Soy Caronte –la voz gutural que emergió de la garganta del individuo eliminó cualquier atisbo de gracia que había en el rostro del hombre trajeado.

-¿Ca… Car… qué? – inquirió nervioso, casi temblando.

-Caronte. A ver si nos culturizamos un poquito, mucho traje y luego no sabes quién es Caronte.

La cara del hombre era un poema, era una expresión de terror mezclada con desconcierto. Al ver que seguía sin saber quién era, Caronte volvió a tomar la palabra:

-¡Vengo a llevarte al otro barrio, coño!

El hombre volvió a recobrar la compostura.

-¿Me está diciendo que usted es la muerte? Vamos hombre, déjese de bromas, tengo mucha prisa.

-Bueno, no es que sea la muerte. Yo sólo te cruzo, no decido cuando te mueres. Y más prisa tengo yo, a ver si se ha creído que me paso el día con los brazos cruzados. Si hay alguien que no va a sufrir la crisis ese soy yo. Hala, andando –cogió al hombre del brazo estirando de él. Luego lo miró a la cara. –Espero que tengas el óbolo, sino te toca vagar cien años por ahí.

-¿Pero qué hace? –miró a Caronte reprochándole aquel acto, estiró para dejar libre su brazo. -¿Qué óbolo ni que leches?

-Oiga, hablo en serio. Hoy se tiene que morir usted, y yo no puedo perder el tiempo.

-Que yo no me puedo morir hoy, que tengo una reunión importante, a la cual llego tarde. ¡Que no, leches!

Caronte cogió al hombre en brazos y éste empezó a patalear gritando:

-¡Suéltame, suéltame!

-Si no quiere por las buenas, será por las malas.

-Que no, que debe ser un error, le digo que yo no me puedo morir hoy.

-Que no hay ningún error, que me lo han comunicado las Parcas a primera hora de la mañana.

El hombre seguía gritando y pataleando.

-Bueno, bueno… -dijo Caronte con piedad. –Hagamos una cosa: llamo a las Parcas para ver si hay algún error. –Dejó en el suelo al hombre y se metió una mano en el bolsillo buscando algo. Sacó un móvil y marcó un número, se lo puso en el oído. Tras un rato sin palabras miró el móvil.

-Perdone, se ha quedado sin saldo. ¿Podría usted dejarme el suyo?

-Sí, claro –el hombre metió la mano al bolsillo del pantalón, sacó el móvil y se lo tendió a Caronte.

-Gracias –volvió a marcar. Se escucharon tres tonos, al cuarto contestaron. Se oyó una voz fina. –Sí, ponme con Átropos, por favor. –Silencio. –Hola. Que mira, que estoy aquí con el señor al que le has cortado el hilo esta mañana y dice que no puede ser. –Caronte asentía con la cabeza. –Vale, espera. –Tapó el móvil con la mano y se dirigió al hombre. –¿Usted se llama Rubercindo Vaquero Valiente?

-No, no, de ningún modo. ¿Cómo voy yo a llamarme así? –había ofensa en su tono de voz y el ceño fruncido lo corroboraba. –Yo me llamo Rubercindo Vaquero Alegre.

-Ah –dijo Caronte a modo de disculpa y se puso el móvil en el oído. –Oye, Átropos, que de segundo se apellida Alegre, no Valiente. Ajá, vale, ha sido error mío, lo siento. –Colgó y le devolvió el móvil al hombre, cuya cara de estupefacción era chistosa. –Que me he equivocado, no es usted.

El hombre suspiró aliviado.

-Menos mal, pensaba que no podría ir a la reunión.

-Bueno, pues como todo ha sido culpa mía lo acerco a la oficina. Llevo un Mercedes CLK, llegaremos pronto.

-¿No se supone que Caronte va en una barca? –inquirió el hombre receloso de que le estuviera tomando el pelo.

-Bueno, sí. Pero eso era antes –explicó Caronte con naturalidad. –Debemos ir modernizándonos. La vida cambia y a uno le gusta ir a la última.

-Está bien. –El hombre volvió a fruncir el ceño intentando recordar algo. -¿Cómo ha dicho que se llamaba el hombre que debe morir?

-Rubercindo Vaquero Valiente –dijo sin dar importancia.

El hombre esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

-Pues si no me equivoco ese es mi jefe. –Cerró la puerta de su casa y ambos bajaron la escalera.

El último vals


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Ella era tan feliz cuando él la miraba.
Un brillo en sus ojos se desataba.
Aquella noche lucía espléndida, incluso él se dio cuenta de aquello.
Cuando ella bajó las escaleras él supo que no volvería a verla.
Su sonrisa hizo eco en toda la sala. Todas las miradas se volvieron a verla.
Su mano se deslizó por la barandilla de la escalera, sus ojos fijos en la mirada de su amado.
Aquella noche era mágica, hasta la melodía que los envolvía lo desvelaba.
Cuando ella llegó a la altura de su amado, él la tomó por la cintura y entrelazó su mano izquierda a la de ella.
Sí, aquel era el último vals.
Sus miradas se encontraron, y ambos se regalaron una sonrisa, una última sonrisa.
Bailaron lento al son de la música. Luego ella juntó su mejilla a la de él.
-Estás preciosa esta noche –le susurró al oído con melancolía. Era consciente de que no sería él quien disfrutara de su belleza en los próximos años.
-Alexi… -pretendía decirle lo mucho que lo amaba, siempre le habían faltado las fuerzas y aquella noche se veía capacitada para hacerlo.
-Shh –siseó él. –No lo hagas, dejémoslo así… -su mano se aferró con más fuerza a su cintura, no quería perderla.
La música cesó y ella se separó de él, regalándole otra maravillosa sonrisa, nostálgica.
Se dio la vuelta y subió despacio por las escaleras. Otra pieza lenta empezó a sonar. Él se quedó parado en medio de las parejas, que bailaban juntas, sin dejar de mirar como ella se marchaba.
A mitad de la escalera ella se volvió para mirarlo por última vez.
Sus miradas se encontraron.
-Te amo –dijo ella sin voz, sólo moviendo los labios.
Él recogió la confesión y la guardó en su corazón. Sonrió con tristeza. Ella siguió subiendo.
Sin duda estaba especialmente hermosa aquella noche.
Él también la amaba. Lo supo verdaderamente cuando el cuerpo de Cristal cayó inerte, con sutileza, por las escaleras.
Tenía encanto incluso a la hora de morir.
La sala se revolucionó, todos acudieron al cuerpo sin vida de la joven.
Él permaneció inmóvil. Amándola.
Se llevaba su corazón y su vida.
-Yo también te amo… -susurró él.
El último vals… él lo sabía. Había venido a por ella. Por eso brillaba de aquella forma tan especial.
Ella también supo en el último momento que había amado a la muerte.
Alexi abandonó la sala con la vida y el corazón de Cristal.

Destino edípico

Me gustaría contar la trágica historia que me ha llevado a ser la mujer más miserable y sucia de la Tierra.

Mi pesadilla comenzó hace dos años, una bonita mañana de primavera.
Al salir de mi casa vi un sobre y una rosa roja sobre la alfombra de bienvenida. Los recogí un poco desconcertada y volví a entrar en casa.

La carta resultó contener una tarjetita, en la cual rezaba:

Eres adoptada.

Nada más, todo en blanco.

Creyendo ser víctima de una broma pesada, tiré el sobre con la tarjetita y la rosa a la basura.

Al día siguiente volví a encontrarme con el sobre y la rosa en el mismo lugar, aquello ya me estaba mosqueando.
Esta vez la tarjeta iba firmada por una tal Cassandra, y decía así:

Tus padres no son Yolanda y Javier. Llámame.

Adjuntaba un número de teléfono.

Yo no sabía de qué iba todo aquello pero aquellos eran los nombres de mis padres. Después de pensar durante largo rato, decidí llamar. Al tercer tono me respondió. Su voz me recordó a la de las brujas malas de los dibujos animados.

-¿Quién es? -Dijo.

-Soy Marta...

No me dejó continuar, habló ella:

-Ven mañana a la feria y pregunta por mí. A las ocho.

-Pero...

La comunicación se cortó. ¿De qué iba todo aquello?

Como una tonta acudí a la feria. Me iban a tomar por una loca si iba por ahí preguntando por Cassandra, pero no tenía otra opción.

Me acerqué a un puesto de golosinas y pregunté por ella.

-Sí. Por allí, casi al final.

Me indicó gesticulando con las manos, muy seguro de sí mismo. Todo aquello era muy raro.

Me dirigí hacia donde me había dicho pero no encontré a nadie que se correspondiera a la imagen que me había hecho de Cassandra. Dubitativa le pregunté a una señora que pasaba por allí.

-Sí, claro. La pitonisa Cassandra. Es justo esa carpa.

¿Pitonisa? Aquello era una locura.

Entré a la carpa y allí estaba ella, ridícula, haciendo el paripé de bruja: turbante, bola de cristal delante y el rostro muy arrugado, sólo le faltaba el gato negro, lo cual ya no me hubiese sorprendido.



-Te esperaba -Dijo.

-¿De qué va todo esto? -Pregunté irritada.

-Siéntate -me señaló la silla invitándome- , es una larga historia.

Me contó que conocía a mis padres biológicos y no sé cuantas patrañas más. Estaba empezando a marearme, aquello no tenía ninguna gracia. Me levanté y me dirigí a la salida.

-Si no me crees, hazte una prueba de ADN.

Me quedé parada un momento, no sé si pensaba contestarle algo, pero, sin volver la vista atrás, salí de la carpa ofuscada.

No obstante, sus palabras me habían hecho dudar, así que decidí hacerme la prueba de ADN.

Cuando recogí los resultados no esperé a llegar a casa para verlos, abrí el sobre en el despacho del doctor. Como temía, no era hija de mis padres.



Salí llorando y me subí al coche rápidamente. Conduje a una velocidad considerable, aturdida, muerta de pánico y con los ojos cegados por las lágrimas. No pude frenar cuando vi a una mujer cruzando. Ella miró asustada el coche y yo pude frenar cuando ella ya había salido despedida unos metros por delante del capó.

La maté, no pudo sobrevivir al accidente. En realidad, yo no tuve culpa, ella no debía cruzar, pero me sentía muy culpable.

Tuve la oportunidad de conocer a su marido, es más, fui su apoyo, porque él no tenía a nadie más, por eso no me aparté de su lado, ¿qué menos podía hacer?

Pasaron los meses. Yo me había alejado de mis padres y me había refugiado en Marcos, el marido cuya mujer había atropellado. Me atraía, me atraía mucho, aunque me doblara la edad, su atractivo no dejaba de producirme un cosquilleo en el estómago, pero no podía evitar sentirme culpable, así que reprimía mis sentimientos.

Hace dos semanas caí en sus brazos, era inevitable. Fue una noche maravillosa, hacía tiempo que no me sentía tan bien.

Desperté abrazada a él, refugiada en él. Marcos ya estaba despierto.

-Buenos días -Dije sonriendo.

Me besó y comenzó a acariciarme la espalda. Al tocar mi marca de nacimiento me apartó de él bruscamente.

-¿Qué pasa? -Inquirí confusa.

Miró mi marca y pude observar que él estaba más confundido que yo y blanco como el papel.

-Mi... Mi hija tenía una marca igual.

-¿Tu hija?

-Sí. La di en adopción -Él empezaba a tranquilizarse, yo me estaba asustando.

Con miedo pregunté:

-¿Por qué la diste?

-Una pitonisa muy amiga de mi mujer nos dijo que... -se calló, temiendo decirlo.

Yo perdí los nervios.


-¿Qué? ¿Qué os dijo?

Tartamudeando añadió:

-Que... que mataría a su madre y cometería incesto conmigo.

-¿Cassandra? -Mi voz se quebró y sentí que el mundo se venía abajo. Me sentía sucia. Qué asco me daba.

Marcos corrió y se encerró en el baño. Después de un largo rato, en el que no recuerdo lo que hice, entré en el baño y lo encontré en la bañera, con los brazos extendidos. El agua y el suelo rojos.

Esta es mi historia y siento que he ensuciado el papel al escribirla. No puedo más con mi vida.

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Después de escribir su cruda historia, Marta se sacó los ojos. Ahora está ingresada en un hospital psiquiátrico.

Acomodando el desván

Buenas, queridos lectores. No sé muy bien cómo empezar con esto. Y sé (estoy completamente segura) que el día de mañana esto que estoy escribiendo no me gustará. Porque me pasa con todo. TODO lo que escribo, aunque ahora me encante, al cabo de un tiempo lo veo tonto e infantil. Supongo (tonterías, no supongo, es así) que soy yo la que cambia, porque el escrito se queda igual. Pero, por norma general, no suelo cambiar nada de lo que escribo, porque si en su momento me pareció bien así, mi yo actual no tiene derecho a cambiar nada de mi yo anterior.

Bueno, me estoy yendo por los Cerros de Úbeda. La cosa es que creo este blog para meter todos mis relatos. Para tenerlos controlados. Porque soy un desastre y los pierdo. Y luego pienso en ellos y no los encuentro. Aquí, estarán "a salvo".

Intentaré poner, más o menos, la edad a la que los escribí. Aunque la mayoría ni lo recordaré. ¿Por que soy tan desastrosa?

Bueno, me callo ya. Ponéos cómodos y leed. Y si estáis leyendo, gracias por leer.