El pasado martes no pegué ojo en toda la noche, estaba nerviosa, tenía
sueño pero no podía dormir, mis piernas querían correr una maratón olímpica.
Al
día siguiente, como resultado, fui a clase con cara de zombie. Me senté
en mi pupitre, apática, y saqué las cosas de la mochila. En ese momento
entró Alfredo, mi profesor de filosofía, tan enigmático como siempre,
como yo digo: él es la reencarnación de todos los grandes filósofos de
la historia.
-Buenos días. –Dijo, lanzándonos una mirada, desafiándonos a buscar respuestas –Hoy váis a hacer un examen sorpresa.
¡Horror! Aquel día no podía ser, yo estaba muerta, no podía pensar, yo solo quería sentarme y hacer como que escuchaba.
Pronto empezaron las quejas, y Alfredo sonrió complacido (creo que a veces disfruta viéndonos sufrir).
-Podéis seguir haciéndoos las víctimas o empezar ya. Os queda menos de una hora.
Sabíamos que no podíamos convencerle de lo contrario, así que nos callamos y él empezó a repartir los exámenes.
Todos nos sorprendimos un poco al ver la pregunta: ¿Por qué?
Enseguida empezó el revuelo y las quejas.
-Parecéis alumnos de primaria. Por favor, escribid lo que se os ocurra.
¡Que desastre! En aquel momento mi encefalograma era plano. ¿Qué tenía que poner?
¿Por
qué? ¿Por qué qué? Que pregunta más tonta ¿Por qué estoy yo aquí y no
otra persona? ¿Por qué se creó el universo? ¿Debía contestar a todo
aquello? Pero… ¿no era todo muy general? o ¿muy concreto? ¡Dios! ¡Que
lío! No sabía de que hablar. Si la noche anterior hubiese dormido bien
en ese momento tendría la mente despejada y podría contestar con
claridad. Esto me pasa por tomar café, con lo nerviosa que soy yo. ¡Oh,
Dios! Ya me estaba desviando del tema.
Miré el reloj para ver el
tiempo que me quedaba. ¡No, no, no! Solo tenía un cuarto de hora, debía
contestar algo ya, lo primero que me viniera a la cabeza, pero todo eran
tonterías. ¿Qué hacía?
Las manos empezaron a sudarme, cada vez lo
veía más claro, un enorme cero y un enorme castigo en mi casa. No dejaba
de mirar hacia todos los lados, mi nerviosismo aumentaba por momentos.
Entonces Alfredo se levantó de su silla y dijo:
-Muy bien, entregadme los exámenes.
Entonces
a mí me vino algo a la mente, una frase que contestaba la pregunta.
Pero… ¿no sería demasiado absurda? Daba igual, era mejor que dejarlo en
blanco, quizás hasta me puntuaba algo. Pero debía darme prisa, cogí el
bolígrafo y escribí la frase. En ese instante Alfredo llegó a mi mesa.
Le entregue el folio, prácticamente en blanco, y esperé una mirada que
me dijera: “Sabes que tienes un cero, ¿verdad?” Pero no, ignoró mi
examen completamente y enseguida lo tapó con otros.
Cuando Alfredo
salió de la clase todos empezaron a comentar lo que habían puesto, yo no
tenía nada que decir, sabía que con aquella respuesta había suspendido
seguro.
-¿Cómo te ha salido? –Me preguntó una amiga.
-Mal, muy mal.
Menos mal que entró la profesora de historia y me libré del interrogatorio. Seria y antipática, como siempre, dijo:
-Sacad los libros.
Después tuve tiempo para pensar en las musarañas durante todo el día.
Hoy
han dado las notas, cuando casi me había olvidado del desastre. Alfredo
tenía buena cara, lo que quería decir que los exámenes habían ido bien
en general, pero claro, a mí solo me importaba el mío, lógico.
Se ha
puesto a llamar, uno por uno, a los alumnos, y mientras tanto los
sudores fríos, de nuevo, me atacaban. Con la mala suerte que tengo,
seguro que a mí me lo daba la última, y así ha sido. Cuando los había
repartido todos, me ha mirado, sentado en su silla y serio, muy serio me
ha dicho:
-Ven.
Yo, con cara de idiota, le he preguntado:
-¿Yo?
Me
ha afirmado con un movimiento de cabeza y yo he tragado saliva. Cuando
estaba a su lado, me ha cercado el examen, he mirado la nota con miedo y
no he podido más que abrir los ojos como platos y la boca como un
buzón, me deberíais haber visto. No lo podía creer, me había puesto un
diez. Anonadada, le he preguntado:
-¿Es verdad?
-Pues claro. Tu respuesta me ha asombrado.
¡Vaya!
Resulta que no fue una absurdez. Miré por última vez mi examen. La
pregunta: “¿Por qué?” y más abajo mi respuesta, cuatro palabras escritas
rápidamente y encerradas entre interrogaciones: “¿Y por qué no?”.
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