martes, 31 de julio de 2012

Instinto asesino



Te veo llorar, suplicar por tu vida, pero eso me motiva más. Rajar tu delicado cuello con esta afilada navaja me excitará como nunca...
Ver fluir tu sangre, manchando tus exuberantes pechos pálidos hará que mi sexo se endurezca de una manera extraordinaria.
Oh, pequeña, llora... pídeme piedad, ruégame...

Mmm, el filo de la navaja toca tu cuello y te acaricia con pasión. Noto latir tu pecho. Qué asustada estás. Sólo queda presionar un poco para rasgar tu fina piel. Sí, ya está. La sangre resbala... Déjame probarla. Deliciosa. Me relamo los labios. Un toque salado y cálido.

Te amo.

Demasiado tarde... tu vida se ha derramado junto a tu sangre.

Oh, cuán excitado me siento...

lunes, 30 de julio de 2012

Cuando los dioses se equivocan

El hombre corría de un lado a otro por la casa, buscando algo, al parecer su cabeza, porque quien lo viera pensaría que estaba loco. Iba vestido con traje y corbata. En el pelo ya empezaban a hacer mella los años, un atractivo hombre de unos 55 años, de negocios por su manera de vestir.

-¿Dónde he puesto el informe? –se decía a sí mismo gritando, corriendo de un lado a otro. –Se me va a hacer tarde, Dios mío.


Sonó el timbre de la puerta.

-Lo que faltaba –dijo suspirando. –Hoy no llego a la reunión.

Fue hasta la puerta y abrió. No pudo más que abrir los ojos como platos y la boca como un buzón al ver al individuo que se alzaba ante él, luego soltó una sonora carcajada. Al ver que el hombre seguía allí se puso rojo como un tomate.

-Perdone usted. Es que no sabía que hoy era carnaval. –Volvió a reírse, no lo pudo evitar.

Y razones llevaba para hacerlo. Aquel hombre iba ataviado con una túnica con capucha que no dejaba ver su rostro, y en su mano derecha llevaba una guadaña, vamos, disfrazado de Muerte.

Con cierto tono burlón, el hombre de negocios preguntó:

-Bueno, ¿y qué desea? ¿Quién es usted? –frunció el ceño.

-Soy Caronte –la voz gutural que emergió de la garganta del individuo eliminó cualquier atisbo de gracia que había en el rostro del hombre trajeado.

-¿Ca… Car… qué? – inquirió nervioso, casi temblando.

-Caronte. A ver si nos culturizamos un poquito, mucho traje y luego no sabes quién es Caronte.

La cara del hombre era un poema, era una expresión de terror mezclada con desconcierto. Al ver que seguía sin saber quién era, Caronte volvió a tomar la palabra:

-¡Vengo a llevarte al otro barrio, coño!

El hombre volvió a recobrar la compostura.

-¿Me está diciendo que usted es la muerte? Vamos hombre, déjese de bromas, tengo mucha prisa.

-Bueno, no es que sea la muerte. Yo sólo te cruzo, no decido cuando te mueres. Y más prisa tengo yo, a ver si se ha creído que me paso el día con los brazos cruzados. Si hay alguien que no va a sufrir la crisis ese soy yo. Hala, andando –cogió al hombre del brazo estirando de él. Luego lo miró a la cara. –Espero que tengas el óbolo, sino te toca vagar cien años por ahí.

-¿Pero qué hace? –miró a Caronte reprochándole aquel acto, estiró para dejar libre su brazo. -¿Qué óbolo ni que leches?

-Oiga, hablo en serio. Hoy se tiene que morir usted, y yo no puedo perder el tiempo.

-Que yo no me puedo morir hoy, que tengo una reunión importante, a la cual llego tarde. ¡Que no, leches!

Caronte cogió al hombre en brazos y éste empezó a patalear gritando:

-¡Suéltame, suéltame!

-Si no quiere por las buenas, será por las malas.

-Que no, que debe ser un error, le digo que yo no me puedo morir hoy.

-Que no hay ningún error, que me lo han comunicado las Parcas a primera hora de la mañana.

El hombre seguía gritando y pataleando.

-Bueno, bueno… -dijo Caronte con piedad. –Hagamos una cosa: llamo a las Parcas para ver si hay algún error. –Dejó en el suelo al hombre y se metió una mano en el bolsillo buscando algo. Sacó un móvil y marcó un número, se lo puso en el oído. Tras un rato sin palabras miró el móvil.

-Perdone, se ha quedado sin saldo. ¿Podría usted dejarme el suyo?

-Sí, claro –el hombre metió la mano al bolsillo del pantalón, sacó el móvil y se lo tendió a Caronte.

-Gracias –volvió a marcar. Se escucharon tres tonos, al cuarto contestaron. Se oyó una voz fina. –Sí, ponme con Átropos, por favor. –Silencio. –Hola. Que mira, que estoy aquí con el señor al que le has cortado el hilo esta mañana y dice que no puede ser. –Caronte asentía con la cabeza. –Vale, espera. –Tapó el móvil con la mano y se dirigió al hombre. –¿Usted se llama Rubercindo Vaquero Valiente?

-No, no, de ningún modo. ¿Cómo voy yo a llamarme así? –había ofensa en su tono de voz y el ceño fruncido lo corroboraba. –Yo me llamo Rubercindo Vaquero Alegre.

-Ah –dijo Caronte a modo de disculpa y se puso el móvil en el oído. –Oye, Átropos, que de segundo se apellida Alegre, no Valiente. Ajá, vale, ha sido error mío, lo siento. –Colgó y le devolvió el móvil al hombre, cuya cara de estupefacción era chistosa. –Que me he equivocado, no es usted.

El hombre suspiró aliviado.

-Menos mal, pensaba que no podría ir a la reunión.

-Bueno, pues como todo ha sido culpa mía lo acerco a la oficina. Llevo un Mercedes CLK, llegaremos pronto.

-¿No se supone que Caronte va en una barca? –inquirió el hombre receloso de que le estuviera tomando el pelo.

-Bueno, sí. Pero eso era antes –explicó Caronte con naturalidad. –Debemos ir modernizándonos. La vida cambia y a uno le gusta ir a la última.

-Está bien. –El hombre volvió a fruncir el ceño intentando recordar algo. -¿Cómo ha dicho que se llamaba el hombre que debe morir?

-Rubercindo Vaquero Valiente –dijo sin dar importancia.

El hombre esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

-Pues si no me equivoco ese es mi jefe. –Cerró la puerta de su casa y ambos bajaron la escalera.

El último vals


Se recomienda escuchar el audio durante la lectura de este relato.





Ella era tan feliz cuando él la miraba.
Un brillo en sus ojos se desataba.
Aquella noche lucía espléndida, incluso él se dio cuenta de aquello.
Cuando ella bajó las escaleras él supo que no volvería a verla.
Su sonrisa hizo eco en toda la sala. Todas las miradas se volvieron a verla.
Su mano se deslizó por la barandilla de la escalera, sus ojos fijos en la mirada de su amado.
Aquella noche era mágica, hasta la melodía que los envolvía lo desvelaba.
Cuando ella llegó a la altura de su amado, él la tomó por la cintura y entrelazó su mano izquierda a la de ella.
Sí, aquel era el último vals.
Sus miradas se encontraron, y ambos se regalaron una sonrisa, una última sonrisa.
Bailaron lento al son de la música. Luego ella juntó su mejilla a la de él.
-Estás preciosa esta noche –le susurró al oído con melancolía. Era consciente de que no sería él quien disfrutara de su belleza en los próximos años.
-Alexi… -pretendía decirle lo mucho que lo amaba, siempre le habían faltado las fuerzas y aquella noche se veía capacitada para hacerlo.
-Shh –siseó él. –No lo hagas, dejémoslo así… -su mano se aferró con más fuerza a su cintura, no quería perderla.
La música cesó y ella se separó de él, regalándole otra maravillosa sonrisa, nostálgica.
Se dio la vuelta y subió despacio por las escaleras. Otra pieza lenta empezó a sonar. Él se quedó parado en medio de las parejas, que bailaban juntas, sin dejar de mirar como ella se marchaba.
A mitad de la escalera ella se volvió para mirarlo por última vez.
Sus miradas se encontraron.
-Te amo –dijo ella sin voz, sólo moviendo los labios.
Él recogió la confesión y la guardó en su corazón. Sonrió con tristeza. Ella siguió subiendo.
Sin duda estaba especialmente hermosa aquella noche.
Él también la amaba. Lo supo verdaderamente cuando el cuerpo de Cristal cayó inerte, con sutileza, por las escaleras.
Tenía encanto incluso a la hora de morir.
La sala se revolucionó, todos acudieron al cuerpo sin vida de la joven.
Él permaneció inmóvil. Amándola.
Se llevaba su corazón y su vida.
-Yo también te amo… -susurró él.
El último vals… él lo sabía. Había venido a por ella. Por eso brillaba de aquella forma tan especial.
Ella también supo en el último momento que había amado a la muerte.
Alexi abandonó la sala con la vida y el corazón de Cristal.

Destino edípico

Me gustaría contar la trágica historia que me ha llevado a ser la mujer más miserable y sucia de la Tierra.

Mi pesadilla comenzó hace dos años, una bonita mañana de primavera.
Al salir de mi casa vi un sobre y una rosa roja sobre la alfombra de bienvenida. Los recogí un poco desconcertada y volví a entrar en casa.

La carta resultó contener una tarjetita, en la cual rezaba:

Eres adoptada.

Nada más, todo en blanco.

Creyendo ser víctima de una broma pesada, tiré el sobre con la tarjetita y la rosa a la basura.

Al día siguiente volví a encontrarme con el sobre y la rosa en el mismo lugar, aquello ya me estaba mosqueando.
Esta vez la tarjeta iba firmada por una tal Cassandra, y decía así:

Tus padres no son Yolanda y Javier. Llámame.

Adjuntaba un número de teléfono.

Yo no sabía de qué iba todo aquello pero aquellos eran los nombres de mis padres. Después de pensar durante largo rato, decidí llamar. Al tercer tono me respondió. Su voz me recordó a la de las brujas malas de los dibujos animados.

-¿Quién es? -Dijo.

-Soy Marta...

No me dejó continuar, habló ella:

-Ven mañana a la feria y pregunta por mí. A las ocho.

-Pero...

La comunicación se cortó. ¿De qué iba todo aquello?

Como una tonta acudí a la feria. Me iban a tomar por una loca si iba por ahí preguntando por Cassandra, pero no tenía otra opción.

Me acerqué a un puesto de golosinas y pregunté por ella.

-Sí. Por allí, casi al final.

Me indicó gesticulando con las manos, muy seguro de sí mismo. Todo aquello era muy raro.

Me dirigí hacia donde me había dicho pero no encontré a nadie que se correspondiera a la imagen que me había hecho de Cassandra. Dubitativa le pregunté a una señora que pasaba por allí.

-Sí, claro. La pitonisa Cassandra. Es justo esa carpa.

¿Pitonisa? Aquello era una locura.

Entré a la carpa y allí estaba ella, ridícula, haciendo el paripé de bruja: turbante, bola de cristal delante y el rostro muy arrugado, sólo le faltaba el gato negro, lo cual ya no me hubiese sorprendido.



-Te esperaba -Dijo.

-¿De qué va todo esto? -Pregunté irritada.

-Siéntate -me señaló la silla invitándome- , es una larga historia.

Me contó que conocía a mis padres biológicos y no sé cuantas patrañas más. Estaba empezando a marearme, aquello no tenía ninguna gracia. Me levanté y me dirigí a la salida.

-Si no me crees, hazte una prueba de ADN.

Me quedé parada un momento, no sé si pensaba contestarle algo, pero, sin volver la vista atrás, salí de la carpa ofuscada.

No obstante, sus palabras me habían hecho dudar, así que decidí hacerme la prueba de ADN.

Cuando recogí los resultados no esperé a llegar a casa para verlos, abrí el sobre en el despacho del doctor. Como temía, no era hija de mis padres.



Salí llorando y me subí al coche rápidamente. Conduje a una velocidad considerable, aturdida, muerta de pánico y con los ojos cegados por las lágrimas. No pude frenar cuando vi a una mujer cruzando. Ella miró asustada el coche y yo pude frenar cuando ella ya había salido despedida unos metros por delante del capó.

La maté, no pudo sobrevivir al accidente. En realidad, yo no tuve culpa, ella no debía cruzar, pero me sentía muy culpable.

Tuve la oportunidad de conocer a su marido, es más, fui su apoyo, porque él no tenía a nadie más, por eso no me aparté de su lado, ¿qué menos podía hacer?

Pasaron los meses. Yo me había alejado de mis padres y me había refugiado en Marcos, el marido cuya mujer había atropellado. Me atraía, me atraía mucho, aunque me doblara la edad, su atractivo no dejaba de producirme un cosquilleo en el estómago, pero no podía evitar sentirme culpable, así que reprimía mis sentimientos.

Hace dos semanas caí en sus brazos, era inevitable. Fue una noche maravillosa, hacía tiempo que no me sentía tan bien.

Desperté abrazada a él, refugiada en él. Marcos ya estaba despierto.

-Buenos días -Dije sonriendo.

Me besó y comenzó a acariciarme la espalda. Al tocar mi marca de nacimiento me apartó de él bruscamente.

-¿Qué pasa? -Inquirí confusa.

Miró mi marca y pude observar que él estaba más confundido que yo y blanco como el papel.

-Mi... Mi hija tenía una marca igual.

-¿Tu hija?

-Sí. La di en adopción -Él empezaba a tranquilizarse, yo me estaba asustando.

Con miedo pregunté:

-¿Por qué la diste?

-Una pitonisa muy amiga de mi mujer nos dijo que... -se calló, temiendo decirlo.

Yo perdí los nervios.


-¿Qué? ¿Qué os dijo?

Tartamudeando añadió:

-Que... que mataría a su madre y cometería incesto conmigo.

-¿Cassandra? -Mi voz se quebró y sentí que el mundo se venía abajo. Me sentía sucia. Qué asco me daba.

Marcos corrió y se encerró en el baño. Después de un largo rato, en el que no recuerdo lo que hice, entré en el baño y lo encontré en la bañera, con los brazos extendidos. El agua y el suelo rojos.

Esta es mi historia y siento que he ensuciado el papel al escribirla. No puedo más con mi vida.

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Después de escribir su cruda historia, Marta se sacó los ojos. Ahora está ingresada en un hospital psiquiátrico.

Acomodando el desván

Buenas, queridos lectores. No sé muy bien cómo empezar con esto. Y sé (estoy completamente segura) que el día de mañana esto que estoy escribiendo no me gustará. Porque me pasa con todo. TODO lo que escribo, aunque ahora me encante, al cabo de un tiempo lo veo tonto e infantil. Supongo (tonterías, no supongo, es así) que soy yo la que cambia, porque el escrito se queda igual. Pero, por norma general, no suelo cambiar nada de lo que escribo, porque si en su momento me pareció bien así, mi yo actual no tiene derecho a cambiar nada de mi yo anterior.

Bueno, me estoy yendo por los Cerros de Úbeda. La cosa es que creo este blog para meter todos mis relatos. Para tenerlos controlados. Porque soy un desastre y los pierdo. Y luego pienso en ellos y no los encuentro. Aquí, estarán "a salvo".

Intentaré poner, más o menos, la edad a la que los escribí. Aunque la mayoría ni lo recordaré. ¿Por que soy tan desastrosa?

Bueno, me callo ya. Ponéos cómodos y leed. Y si estáis leyendo, gracias por leer.