Casi sin darme cuenta, ella se convirtió en el centro de mi
vida. Todavía hoy me pregunto si ella llegó a sentir lo mismo en algún momento.
La mayoría de los días yo pensaba que no, que solo se divertía, que pasaba el
tiempo conmigo y después su vida tomaría otro camino muy distinto al mío.
Venía una o dos tardes por semana a mi casa. Siempre con prisas,
llegaba casi fatigada y me pedía disculpas por no haber podido llegar antes.
Hacíamos el amor con las mismas prisas, como si temiéramos ser descubiertos
haciendo algo malo. Yo lo achacaba a la pasión, eran tantas las ansias de
tenernos que olvidábamos admirar nuestros cuerpos y disfrutarnos. Y después
siempre venía el arrepentimiento de haberlo hecho así, con diligencias, como
cuando te comes algo que te apetece muchísimo y la boca se te hace agua. De un
bocado, casi sin masticar; y luego piensas que por qué no lo saboreaste. Así
éramos nosotros: locos e ignorantes.
Pero había un instante en el que yo sí notaba que
significaba todo para ella: cuando se apoyaba sobre mi cuerpo mientras un
orgasmo la sacudía. Se apretaba contra mí como si fuera el único pilar de su
mundo. Y yo disfrutaba aquella sensación de saberla tan mía, al menos en ese
momento aquella certeza me llenaba de vida. Pero, después de aquel efímero
momento, ella se vestía, casi con la misma rapidez con la que nos habíamos
desnudado, y me decía que debía irse, que otro día vendría con más calma. Pero
ese día nunca llegó.
Estuvimos viéndonos así durante unos meses. Yo quería más,
siempre quise más, pero nunca me atreví a cortar sus alas, a hacerla sentir que
la presionaba… Me daba la impresión de que ella era libre, un pájaro que
moriría dentro de una jaula. Así que nunca le dije nada. Nunca le dije cuánto
la amaba.
Una tarde de septiembre llegó a mi casa, pero aquella vez
fue diferente. Tocó el timbre de distinta forma a la que solía hacerlo, de hecho,
me sorprendió escuchar su voz porque no creí que fuera ella. La vi subir las
escaleras relajada y se acercó a mí despacio. Algo hizo clic en mi cabeza, a
esas alturas ya deberíamos estar tirando el uno del otro hacia la cama, pero no
fue así. Me acerqué, indeciso e inseguro, a darle un beso, pero ella me giró
levemente la cara para ofrecerme su mejilla.
Y llegó el momento que yo supe desde el principio que llegaría.
Aún así, la noticia cayó sobre mí como un jarro de agua fría. Lo peor fue el
sentirme tan estúpido, el no haber entendido nada de aquello. “Ha estado bien,
pero yo necesito algo estable. He conocido a alguien…”
Sus palabras siguieron resonando en mi cabeza después de
marcharse. Nunca fue un pájaro libre que revoloteaba por mi cuarto con ansias
de volver a salir. Me había equivocado de lleno con ella y ahora ya no había
vuelta atrás.
Aquel día fue el último que volví a verla y hoy, después de
muchos años, me la he cruzado por la calle. Iba cogida de la mano de un niño de
unos seis años. Nuestras miradas se han encontrado y yo he creído ver esa
sonrisa en su rostro que solía dedicarme, casi con pena, cuando se marchaba
como un torbellino de mi casa. No nos hemos saludado, hemos sido dos extraños,
dos extraños que un día fueron todo el uno para el otro. Y con este
pensamiento, he tirado a la basura, después de muchos años, el anillo que una
mañana en un arrebato de amor incontenible le compré pensando que ella era mi agapornis.
Pero deseché aquella idea tan pronto como la vi aparecer, de aquella manera tan
loca, por mi puerta. “Es libre”, pensé y cuánto me equivoqué.